Bitácora celeste
El apacible
(Poemas para leer bajo el nublado)
José Gregorio Vílchez Morán
Universidad del Zulia, Facultad de Humanidades y Educación,
2010
El poeta da cuenta de su propósito situado en el umbral que reclama su voz:
Escribir un libro dedicado al firmamento repleto y a su paz
-la del cielo y la de ella-
como un deber escolar aplazado de antemano en la vida,
-el deber y uno-
deletreando la plana mil veces,
imprimiendo los signos al vacío estelar,
repasando el poemario de cirros y alas,
obviar para ello el smog y sus fauces,
el ridículo que hacemos al preferir hacerlo;
y callar
por declarar mil veces
que Dios y yo le amamos,
para que mil veces no lo crea ni lo lea bajo el cielo tatuado
y mil veces yo lo sienta.
El poeta es un flaneaur, en el sentido como lo concebía Benjamin, de vagabundeo objetivo, en la condensación de las imágenes como iluminación poética, donde elementos que parecieran lejanos unos de otros se juntan en un todo, sea Dios o Naturaleza, sin disociar. Pero no es un naif, no es ese que rinde culto al paisaje. Tan sólo es alguien que debe arrancar palabra a su perplejidad, nombrar a partir de esa vastedad que tiene por delante, llámese vacío, llámese silencio:
El sedoso cielo dispersa algo de luz
sobre las ruinas blancas
Ninguna aparición armada de algún ejército albañil
es otra alba,
Suavidades del éter
escríbense
en tan profuso caligrama de caricias.
El horizonte dispone en su tinta distinta otra lectura.
El paseante se detuvo en el preciso instante que su mudez era impelida a ir de a poco a un ver distinto. Viento y nubes no hablan igual, y acaso se desdicen, pero el cielo necesita de ambos para decir fulgor, para decir penumbra. El poeta ha de haber abierto su libreta de notas y, como niño balbuceante, como paleto, como muchacho tartamudo, debió ir fraguando su propio lenguaje con el cual responderle al firmamento que, como Dios, detenta la infinitud, del nombrar infinito de los espacios y de las formas.
¿Cómo ha de interrogar ese poeta al objeto de su mirada sin separar la repuesta de su decir? ¿Habrá, de como otro, cualquiera, con más humildad o con más prestancia, callar o articular palabra de inmediato? No lo sabemos. Como ese mismo firmamento estamos frente a lo intangible tangible. Somos esa inconmensurable ristra de astros, estrellas y luceros cuando nuestros ojos no alcanzan la vastedad azul de la noche, polvo cósmico del que venimos. Y somos, por igual, esa inminente claridad escindida por otra más clara aún venida del astro rey en la estación alumbrante del día. “No hay separación, no hay disociación y somos todo un Uno con el Uno de la creación”, ha de decirse el poeta dando paso al místico, abandonado a otra vastedad no menor, en la que su mudez lía con las palabras. Éste al que nos referimos que también es un hombre de fe; no un religioso, un enamorado de lo bello, uno que expone su silencio al “mundanal ruido” frente al umbral donde se ha detenido, bajo el nublado, para enterarnos de lo que ya lo trasciende:
Gracias por responder a mis mensajes,
una tarde plomiza le dice uno a Dios;
y él,
tan El,
tan uno se hace esperar en devolver su texto
cual algunas olas y nubes lo hacen,
y también ciertas inflorescencias
que tardan,
tardan tanto en despuntar,
como los nueve meses de nuestra gestación,
el año o siglo que perturba,
o los plazos de una hipoteca o esquiva hipotenusa.
Pero queda de todo eso el resplandor contestado
y también esto:
el reloj invertido de arena de los sentimientos,
es decir,
lo intraducible:
la belleza de lo que uno ama bajo el cielo
en el insuplantable corazón de una mujer.
Sabe el poeta que el hombre es el único animal que se atreve a mirar al Cielo de frente. Sabe que él que habrá de leerlo en su mudanza y permanencia, en la fracción mínima de un gesto: lo que las nubes van diciendo en su incesante cambio de forma, en ese hacerse y deshacerse, como el lenguaje mismo:
El sedoso cielo dispersa algo de luz
sobre las ruinas blancas.
Decir pues lo que el cielo calla; aproximarse a ello, decir, es decir, lo indecible por decir:
El horizonte dispone en su tinta distinta otra lectura.
Hay para el lector así también una opción otra de leer, digamos, posmoderna, de leer, o sea. entiéndase, de desleer, en esa otra vastedad que es la página en blanco, lo que en su incesante mudar de forma (sentido)dicen (insinúan) las nubes (palabras) en permanente hacerse y deshacerse, tal cual el lenguaje mismo y su muda procedencia:
Quedaba en la asonancia
lo escrito
cual abrigo
cobertor
que por intemperies de deseo
nos cobijase
de la desaparición,
incluso
de aquellas maneras del gris.
Pero cuando creemos el libro dentro de un molde escritural, digamos en que la preeminencia es el lenguaje per se, sus signos se diversifican. Si incide en la soledad citadina del hablante y de lo que lo rodea por bajo y por alto, desafuero visual, descomposición urbana, ofertorio virtual (shopping-malls y sus vitrinas ostentosas, sobresaturación de publicidad, las vallas, esos nuevos dioses atrayentes, la monstruosidad decorativa de plazas y avenidas que pasa como saludo ecológico, ese “vivir en las nubes” con lo que los noticieros falsean la realidad) podemos entonces leerle más bien como poblada y pobre muchedumbre, como vacía y ensimismada riqueza, como el materialismo incierto que es, como incontestable respuesta a la que no obstante se atreve el poeta y así mismo hincar su disgustada uña en el lector: si adviene la queja no se nos la hace leer como tal sino como denuncia, ocurren entonces los desdoblamientos y la mentira es abofeteada por la verdad, verdad espiritual, honda, humana, me refiero. Lo innominable deja eco a lo certeramente nominable, y sólo el poema vence la rasgadura del tiempo:
No podremos llevarnos el cuerpo al pasar el cerrojo,
junto a otros objetos de sentimental valor
o faraónicos utensilios de viaje.
No es el cuerpo una carpa acomodable a un morral
y llevárnoslo a la parada final o al terminal
sujetando los souvenirs grabados en luz.
No es el cuerpo un cronómetro de confiable duración
pues no son tan nuestras estas células plasmadas
que asumimos propias.
No es el cuerpo el atavío conveniente a semejante desnudez.
En ese presentir llamado alma, el morral.
la carpa,
el genoma inmanente,
el roto reloj que nos ha contado en cifras
sino en un implacable despedirse de nubes y vocablos.
Para finalizar, algo que bien pareciera ser una boutade pero que a mi ver no lo es. Este libro es otro en cada lectura. Desde que su autor me lo envió lo he leído muchas veces y sólo esta vez he podido poner en palabra lo que me ha deparado su substancioso contenido. Diría que el poeta actuó por arte de misterio y de verdad. No cometeré el pecado literario de afirmar que es un caso de originalidad poética (ya uno de los heterónimos de Pessoa desmintió esto con argumentos más sólidos que los que pueda intentar yo en esta reseña), pero si no dudaré en sostener que hay autenticidad, incluso cuando su autor se muestra no desprovisto de un muy personal equipaje de lecturas y vuelve a recordarnos a Benjamin, quien hizo del apunte vivido, de la cita reflexionada, una de las formas más altas de la escritura.
CÉSAR SECO